Síndrome mediocre
Estoy harta de mediocres. No me gustan. ¿Por qué? Porque no suelen ser de fiar. Porque suelen ser cobardes. Y los cobardes suelen ser mala gente. Porque nunca se mojan. Y los que no se mojan, ni se meten nunca a fondo en nada, son gente que no suele merecer la pena. Porque son arribistas. Y los arribistas (que son los ambiciosos sin talento) me dan mucho miedo. No suelen lanzar malas palabras, es verdad, pero tampoco buenas acciones.
Porque para ocultar su mediocridad suelen estar dispuestos a todo. A negar la mayor, por ejemplo. Ano comer y a no dejar comer. A ensañarse si pueden, con lo que puedan, a intentar abatir todo aquello que pueda hacerles sombra, que vistas sus nulas habilidades suele ser casi todo.
Porque a veces llegan a lugares impensables y se quedan para siempre, dando órdenes y convirtiendo lugares apacibles en lugares tóxicos. Y allí pueden hacer cosas terribles para seguir estando y que el mundo no descubra su vacuidad. Porque su toxicidad es letal, a veces.
Porque hablar con ellos es perder el tiempo, y el tiempo, el mío al menos, es cada vez más valioso. Porque su bienquedismo me da una enorme pereza. Porque me aburro con ellos, yo que no me aburro nunca. Porque hacen cosas para mí inexplicables: decir algo y lo contrario, si es preciso. Porque no suelen ser inofensivos.
Y porque hay demasiados. Tantos que ahora incluso tienen un síndrome: Trastorno por Mediocridad Inoperante Activa, se llama. Para que vean.
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